Jefe, qué se debe. Anda tráeme la cuenta. Te iba a pedir la dolorosa, pero me temo que en este caso, además de dolor, va a haber alivio.
Igual no nos viste, pero hace un tiempo entramos los dos juntitos de la mano, ella y yo. Yo que siempre cené solo en mesas de diez, esta vez no había hecho reserva, y ni mucho menos para dos. Elegimos esta mesa porque pensamos que era la más romántica, la más apartada, y la única en la que creímos no haber estado jamás.
Igual no te fijaste, pero vinimos con hambre de muchas cosas, dispuestos a apagar toda sed. El hastío nunca fue opción. Quedarse con las ganas no entró ni en el más barato de los menús.
Durante un tiempo, todo estuvo deconstruido, todo al revés. Comimos con los ojos, tocamos con los labios, y saboreamos con la piel. Nos encontrábamos en todos los turnos, por encima y por debajo del mantel, y no había quien se dejase recomendar. Sabíamos cuál era nuestro plato, en qué punto lo queríamos y hasta cuánto lo íbamos a degustar.
Pero no hasta cuándo.
Quizás por eso, recuerdo perfectamente el día en que ella empezó a pedir fuera de carta. El día en el que mi ensalada fresquita de manías se convirtió en un pesado empedrado de defectos. El día en que su revuelto de dudas leves se transformó en empanada mental.
Y entonces lo vi. Se había enamorado de mí porque deseaba a ese otro en el que pretendió convertirme. Como quien, a fuerza de ir, acaba exigiendo sushi en un mexicano, burritos a un italiano o paella en un japonés.
Fue estúpido tratar de entenderlo. Inútil tratar de saber por qué. Tranquilo, que no te voy a pedir el libro de reclamaciones. No es culpa de nadie. Simplemente pasó, y antes de que nos diéramos cuenta, ella preguntaba lo que comían las otras mesas, los dos bebíamos para no charlar y yo miraba los mensajes del móvil mientras intentaba disimular nuestra crisis de ganas de superar nuestra crisis.
Poco a poco, sin darnos cuenta, nos habíamos transformado en una de esas parejas que al principio mirábamos con mezcla de risa, miedo y pena. Ésas que sólo se hablaban para reprocharse cosas, ésas que transformaban cualquier ocasión en un silencioso y tenso cara a cara, cualquier lugar en una salida, cualquier invitado en un menos mal.
Ahora que ya todo me sabe a tarde, y todo me sienta peor, ahora ya todo me recuerda a un casino. Más importante que saber estar, es saber cuándo largarse. Aunque aquí, como ves, el último que se levanta, la paga.
Hazme un favor, descuéntame todo lo que jamás pedí y aún así tuve que tomar, como sus cenas familiares, sus reproches a mis mejores amigos y mis pajas nocturnas a la luz de la tele.
Tampoco me pongas lo que pedí y jamás me trajeron. Como esa vida juntos, esos planes hechos a mentira, esos hijos que tuvieron nombre mucho antes que existencia, esa casa unifamiliar que jamás hubiera podido pagar.
Descuéntame todo eso y dime cuánto te debo, que yo te lo pago.
Y no te preocupes si al final nada cuadra. No te me apures si pago de más.
Con el cambio, me haces otro favor.
Le envías una botella del mejor champán a los labios de esa mesa.
Risto Mejide